jueves, 31 de diciembre de 2009

Jerónimo dixit

Estas páginas quieren contar una historia:

Don Ricardo Acevedo era dueño de un inmenso criadero de gallinas en uno de los tantos pueblos perdidos y olvidados en la inmensidad de la provincia de Buenos Aires. El sueño de un pueblo glorioso comenzó a desvanecerse aquel mismo día en que los trenes dejaron de pasar ruidosos por la pequeña estación, y desapareció por completo aquella tarde en que el gobernador de turno autorizó la construcción de una ruta interprovincial, trazada a más de nueve kilómetros de distancia de aquel pueblito anestesiado.
Tramos de vía oxidados, devorados por los yuyos o ausentes, robados; durmientes dormidos, quebrados, podridos o ausentes, alimento de alguna hoguera o combustible de algún asado; caminos de tierra, de piedra, de camino, de barro; cuatro casas bajas, hundidas, austeras, despintadas, y una casa inmensa, elevada, hermosa, alejada; perros flacos sin cucha ni dueños, un almacén sin clientes ni almacenero, un comisario y un cabo en una comisaría sin calabozo ni reos; tres vagones jubilados detrás de las ruinas de la estación, adornados con bombillas de colores, y sobre el primer vagón un cartel luminoso rezando, con la mitad de sus letras encendidas: " 'El trencito del olvido'; naipes, copas, tragos ".
Una noche de luna llena, amarilla y cercana, un fulgor en la ventana despertó a Tomás (boliviano bajito y de fuerte contextura física que, por una recompensa que no llegaba a ser ni siquiera miseria, junto con su esposa y sus dos hijos, se encargaban de la producción de cientos de gallinas y velaban por la seguridad de todas y cada una de ellas). Corriendo las cortinas de su cuarto descubrió el por qué de tanta claridad en medio de la noche oscura...el inmenso gallinero se estaba incendiando.
Llenaron ollas y baldes y, arrojando el agua por los ventanales estallados, intentaron sofocar el incendio, pero las únicas ventanas que tenía el galpón estaban a más de cuatro metros de altura y volvían absurda la heroica acción. Simón, el más grande de los hermanos, intentó, en vano, abrir a patadas la puerta, ya que Don Ricardo, desconfiado como era de "los negritos esos", nunca les había dado llave del lugar. Viendo que sus acciones eran estériles y que el fuego no amenizaba en absoluto, Tomás se montó sobre 'el ocaso' (un caballo negro de lomo vencido) y a todo galope salió en busca de su patrón.
Mientras Tomás conectaba ancha manguera a una toma de agua, Don Acevedo abrió las puertas del galpón. Inmediatamente comenzaron a salir centenares de gallinas asustadas y a los gritos (eso que algunos llaman cacareo), algunas con sus plumas chamuscadas y otras carentes totalmente de plumas. El fuego fue extinguido al rato, mucho antes de que el sol intentase conquistar nuevamente el cielo.
Junto con el amanecer comenzó la ardua tarea de reparar los daños en el galpón, quitar los restos de las gallinas muertas, recolectar todas y cada una de las gallinas que se habían escapado y desparramado por todo el largo y ancho del campo, etc. Para el tercer día, todo había vuelto a la normalidad... o casi todo.
Por alguna extraña razón las gallinas que habían sobrevivido al incendio se negaban a poner huevos, picoteaban las manos de quien les daban de comer y constantemente intentaban escapar. Unos meses después Don Ricardo tuvo que vender el total de sus gallinas a un matadero, pues se habían vuelto tan ingobernables como improductivas.

Estas páginas, hoy, quieren recordar una cosa:
Una noche, ya no recuerdo cuán inmensa o pequeña estaba la luna, cayó Santiago Raúl Pérez, mi amigo, mi hermano, a través de una ventana...y murió; una noche, nunca supe el tamaño de la luna, se incendió un galpón…y murieron ciento noventa y tres personas; fue una noche mortal... como la de ayer, como la de mañana, como la de hoy.
Con el amanecer los hombres marcharon de a miles por la mitad de la calle; pintaron remeras, banderas y paredes; colgaron fotos en sus pechos o en inmensos carteles; lloraron desconsoladamente o dijeron que lloraban por dentro; arrojaron huevos, compusieron poemas, despilfarraron insultos, halagos, culpas y perdones; se sintieron mal y se mostraron peor; dijeron que "nunca más", pidieron que "por favor", cantaron revolución, como si algo tan inmenso cabiera dentro de una canción.
Mas a los pocos días todo volvió a su anormal normalidad…
…la juventud, ese divino tesoro que hoy vale nada, volvió a consumir, reír, cantar y bailar en sitios a punto del derrumbe, con sus puertas cerradas, con matafuegos vencidos, con ingresos angostos, con dueños negligentes, con irresponsables responsables, con patovicas violentos, con capacidades rebalsadas, con la muerte acechando en cada rincón...la juventud, ese divino tesoro que hoy vale nada, volvió a comer de las manos manchadas con sangre, sin chistar.

Estas páginas hoy quieren dejar una moraleja:
"somos más boludos que las gallinas".


Jeró...



...somos nada y valemos mucho...



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